Trump y Netanyahu (Foto tomada de Mondoweiss). |
El supuesto “Acuerdo del siglo” de Donald Trump, que ofrece al pueblo palestino sobornos económicos a cambio de sumisión política, es el colofón del proceso de pacificación occidental, cuyo objetivo real ha sido el fracaso, no el éxito.
Durante décadas, los planes de paz han hecho demandas imposibles a los palestinos y palestinas, obligándoles a rechazar las condiciones que se les ofrecían y creando así un pretexto para que Israel se apropie de más trozos de su tierra.
Cuanto más han cedido, más lejos se ha desplazado el horizonte diplomático, hasta el punto de que la administración Trump espera que pierdan toda esperanza de tener un Estado o el derecho a la autodeterminación.
Ni el mismo Jared Kushner, yerno de Trump y arquitecto del plan de paz, puede realmente creer que los palestinos serán comprados con su cuota parte del incentivo de 50.000 millones de dólares que esperaba recaudar en Baréin la semana pasada.
Por eso los dirigentes palestinos se mantuvieron al margen.
Pero los gestores de imagen de Israel acuñaron hace mucho tiempo un eslogan para ocultar su política de despojo gradual, enmascarada como proceso de paz: “Los palestinos nunca pierden la oportunidad de perder la oportunidad.”
Vale la pena examinar en qué consistieron esas “oportunidades perdidas”.
La primera fue el Plan de Partición de Naciones Unidas a fines de 1947. En el relato de Israel, fue la intransigencia palestina sobre la propuesta de dividir el territorio en un estado árabe y uno judío separados lo que desencadenó la guerra, llevando a la creación de un Estado judío sobre las ruinas de la mayor parte de la patria del pueblo palestino.
Pero la historia real es bastante diferente.
La recién formada ONU estaba efectivamente bajo el pulgar de las potencias imperiales Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética. Las tres querían un Estado judío como aliado dependiente en el Medio Oriente dominado por los árabes.
Impulsado por las brasas moribundas del colonialismo occidental, el Plan de Partición ofrecía la porción más grande del territorio palestino a una población minoritaria de judíos europeos, cuya reciente inmigración había sido efectivamente patrocinada por el imperio británico.
Mientras a los pueblos nativos de otros lugares se les ofrecía la independencia, al pueblo palestino se le exigía entregar el 56% de su tierra a los recién llegados. No había ninguna posibilidad de que semejantes términos fueran aceptados.
No obstante, como han señalado académicos israelíes, la dirigencia sionista tampoco tenía intención de acatar el plan de la ONU. David Ben Gurion, el padre fundador de Israel, llamó “diminuto” al Estado judío propuesto por la ONU. Advirtió que nunca podría albergar a los millones de inmigrantes judíos que necesitaba atraer para que su nuevo Estado no se convirtiera rápidamente en un segundo Estado árabe, debido a las mayores tasas de natalidad palestinas.
Ben Gurion quería que los palestinos rechazaran el plan, a fin de poder emplear la guerra como una oportunidad para apoderarse del 78% de Palestina y expulsar a la mayor parte de la población nativa.
Durante décadas, Israel se dedicó afanosamente a afianzar y −después de 1967− expandir su control sobre la Palestina histórica.
De hecho, fue el líder palestino Yasser Arafat quien hizo las mayores concesiones no recíprocas a la paz. En 1988 reconoció a Israel y, más tarde, en los Acuerdos de Olso de 1993, aceptó el principio de la partición en términos aún más nefastos que los de las Naciones Unidas: un Estado en apenas el 22 por ciento de la Palestina histórica.
Aun así, el proceso de Oslo no tuvo ninguna posibilidad seria de éxito después de que Israel se negara a realizar las retiradas prometidas de los territorios ocupados. Finalmente, en 2000 el presidente Bill Clinton convocó a Arafat y al Primer Ministro israelí Ehud Barak a una cumbre de paz en Camp David.
Arafat sabía que Israel no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión significativa, y que habían tenido que intimidarlo y engatusarlo para que asistiera. Clinton prometió al líder palestino que no se le culparía si las conversaciones fracasaban.
Israel se aseguró de que así fuera. Según sus propios asesores, Barak “hizo estallar” las negociaciones, insistiendo en que Israel no cedería la ocupada Jerusalén Este, incluyendo la mezquita de Al Aqsa, así como grandes áreas de Cisjordania. De todos modos Washington culpó a Arafat, y reformuló la intransigencia de Israel como una “oferta generosa”.
Poco tiempo después, en 2002, la Iniciativa de Paz de Arabia Saudita ofreció a Israel relaciones normales con el mundo árabe a cambio de un Estado palestino mínimo. Pero Israel y los líderes occidentales se apresuraron a desviarla hacia los anales de la historia olvidada.
Después de la muerte de Arafat, las conversaciones secretas mantenidas a lo largo de 2008-2009 −reveladas en la filtración de los “papeles palestinos”− mostraron a los dirigentes palestinos haciendo concesiones sin precedentes. Entre otras cosas, se permitía a Israel anexionar grandes extensiones de Jerusalén Este, la pretendida capital del Estado palestino.
El negociador Saeb Erekat fue registrado diciendo que había aceptado “la [Jerusalén] más grande de la historia judía”, así como el retorno de sólo un “número simbólico de refugiados/as [palestinos/as] [y un] Estado desmilitarizado (…) ¿Qué más puedo dar?”
Era una buena pregunta. Tzipi Livni, la negociadora de Israel, respondió: “Se lo agradezco mucho” cuando vio lo mucho que los palestinos estaban concediendo. Pero aun así, su delegación se retiró.
El malhadado plan del propio Trump sigue los pasos de tal “pacificación”.
En un comentario en el New York Times la semana pasada, Danny Danon, embajador de Israel ante la ONU, resumió con franqueza la idea central de este enfoque diplomático de décadas. Hizo un llamamiento al pueblo palestino a “rendirse”, y añadió: “Rendirse es reconocer que en una competencia, mantenerse en carrera resultará más costoso que la sumisión.”
El proceso de paz condujo siempre hacia este momento. Trump simplemente ha saltado a través de las evasiones y equivocaciones del pasado para revelar dónde están realmente las prioridades de Occidente.
Es difícil creer que Trump o Kushner creyeran alguna vez que los palestinos aceptarían una promesa de “dinero por silencio” en lugar de un Estado basado en “tierra por paz”.
Una vez más, Occidente está intentando imponer a los palestinos y palestinas un acuerdo de paz injusto. La única certeza es que lo rechazarán −es la única cuestión en la que los dirigentes de Al Fatah y Hamás están unidos−, garantizando una vez más que se los pueda pintar como el obstáculo para el avance.
Puede que esta vez los palestinos se hayan negado a caer en la trampa, pero serán los chivos expiatorios, pase lo que pase.
Cuando el plan de Trump se venga abajo, como lo hará, Washington tendrá la oportunidad de explotar un supuesto rechazo palestino como justificación para aprobar la anexión por parte de Israel de más tramos del territorio ocupado.
Al pueblo palestino le dejarán una patria destrozada. Sin autodeterminación, sin Estado viable, sin economía independiente; sólo una serie de guetos dependientes de la ayuda. Y décadas de diplomacia occidental finalmente habrán llegado al destino previsto.
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