Recordando la masacre de Sabra y Shatila, otra tristemente destacada tragedia que marca el sendero de desplazamiento y expoliación sufrido por el pueblo palestino.
Hace treinta y siete años esta semana, entre el 16 y el 18 de septiembre de 1982, uno de los capítulos más sangrientos de la historia palestina se desarrolló en dos campos de refugiados en la capital libanesa, Beirut.
Rodeados por las invasoras fuerzas israelíes por todos los flancos, miles de refugiados, privados de tanto de su liderazgo como de toda protección de la comunidad internacional, fueron asesinados con disparos, machetes y hachas, durante una matanza de dos días en los campos de refugiados de Sabra y Shatila de Beirut, a manos de la milicia falangista (Kataeb), grupo paramilitar aliado del invasor régimen israelí.
Sangrientos sucesos
Poco antes de la matanza, Los Estados Unidos ya habían negociado un tenue acuerdo de alto el fuego mediado por Philip Habib, enviado especial del entonces presidente estadounidense, Ronald Reagan, para permitir que el liderazgo de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) junto con más de 14.000 combatientes, abandonara el país; en ese momento devastado por el conflicto civil interno (1975-1990).
Por ese acuerdo, Washington se comprometía a salvaguardar la vida de los civiles refugiados en sus campamentos.
El 15 de septiembre: las fuerzas israelíes, que habían invadido el Líbano tres meses antes, avanzaron hacia Beirut y rodearon los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila.
La Resolución 520 del Consejo de Seguridad de la ONU, de fecha 17 de septiembre, se aprobó por unanimidad y condenó “las recientes incursiones israelíes en Beirut en violación de los acuerdos de alto el fuego y de las resoluciones del Consejo de Seguridad”. Israel ignoró esta nueva resolución.
Prácticamente acordonados del mundo exterior por tanques israelíes, cientos de combatientes falangistas —un grupo de milicianos cristianos inspirados por fascistas europeos— fueron apoyados por las fuerzas israelíes para eliminar a los miembros de la OLP del área. Lo que aconteció durante el siguiente día y medio horrorizó al mundo.
La Falange libanesa era archienemiga de la OLP, ya que ambos lucharon en las coaliciones opuestas en la guerra civil libanesa, que resultó en 120.000 muertes. También los falangistas querían vengar la muerte de su líder, el recién elegido presidente del Líbano, Bachir Gemayel, y creían que los palestinos habían sido los autores de su asesinato, el 14 de septiembre —una acusación que resultó ser completamente falsa— provocando la muerte de los palestinos.
En las 38 horas que los israelíes permitieron que la milicia de la Falange ingresara al campo de refugiados sin obstáculos, los palestinos se resguardaban en sus refugios improvisados y sufrieron horrores indescriptibles. Los milicianos, demostrando abiertamente su faceta de aliados y agentes del régimen de Israel, violaron, torturaron, mutilaron y mataron a más de 3.000 residentes palestinos y libaneses de Sabra y Shatila.
Ayudados por bengalas brillantes disparadas al cielo nocturno por las tropas israelíes, que se encontraban en el estadio deportivo que dominaba los campamentos desde la altura, el asesinato continuó sin pausa. A pesar de que testigos presenciales informaron sobre los horrores que estaban ocurriendo, el ejército israelí permitió que los refuerzos de las milicias ingresaran a Chatila e incluso se dice que proporcionaron, a los falangistas, máquinas excavadoras para enterrar los cadáveres de los palestinos muertos.
Decidido a destruir la base de la OLP en el Líbano e instalar un régimen títere en Beirut, el entonces ministro de Defensa de Israel, Ariel Sharon, hizo la vista gorda ante lo que estaba sucediendo. Se dice que el 17 de septiembre se le comunicaron detalles de la masacre, pero el hombre que luego se convertiría en el primer ministro del régimen de Israel se mantuvo impasible, lo que permitió que el asesinato continuara durante varias horas más.
Indignación, resoluciones e investigaciones
Inmediatamente surgieron la conmoción e indignación internacionales, tras la consumada matanza, en la que los jóvenes y todos los varones mayores de 15 años fueron separados de sus familias y alineados contra las paredes para ser fusilados, y en la que el examen posterior de otros cadáveres, incluidas mujeres y niños, mostró signos de que recibieron disparos a quemarropa.
El británico Robert Fisk, uno de los primeros periodistas extranjeros en llegar a la escena, describió los hechos como un crimen de guerra.
El 19 de septiembre de 1982, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas condenó la masacre a través de la Resolución 521 y el 16 de diciembre la Asamblea General declaró que la masacre fue un “acto de genocidio”.
Una comisión investigadora independiente fue presidida por Sean MacBride, un galardonado Premio Nobel de la Paz. La comisión acordó definir como “genocidio” a la criminal matanza y acusó a las autoridades israelíes y su ejército de ser responsables, en sus hallazgos publicados en 1983.
En paralelo, el régimen de Israel inició su propia investigación el 28 de septiembre de 1982 bajo la llamada “Comisión de Investigación Kahan”, la cual llegó a la conclusión de que la “responsabilidad directa” recaía en los falangistas, y que ningún israelí se consideraba “directamente responsable”, aunque admitía una responsabilidad “indirecta” de Israel.
Sin embargo, se concluyó que el ministro de Defensa, Ariel Sharon, tenía “responsabilidad personal” por “ignorar el peligro de la matanza y la venganza” y “no tomar las medidas apropiadas para evitar la matanza”. Como consecuencia solo fue despedido de su cargo en el gabinete del régimen sionista, pero eso hizo poco en dañar su carrera política ya que años después se convirtió en primer ministro (2001).
Para Estados Unidos, que había garantizado la seguridad de los civiles que quedaron después de que los combatientes de la OLP fueran enviados desde el Líbano, la masacre fue una profunda vergüenza, que dañó su reputación y lo llevó a la decisión de desplegar fuerzas estadounidenses en el país del cedro, con resultados desastrosos.
El presidente estadounidense, Ronald Reagan, ordenó a sus marines que regresaran al Líbano y, poco más de un año después, el 23 de octubre de 1983, 241 soldados estadounidenses fueron asesinados cuando dos camiones bomba destruyeron sus barracas en Beirut, lo que llevó a Reagan a retirar sus tropas para siempre.
Para los palestinos, la tragedia de Sabra y Shatila sigue siendo un poderoso recordatorio de su ciclo aparentemente interminable de desplazamiento. Fue otra consecuencia más de la limpieza étnica de Palestina iniciada en la Nakba de 1948 y seguida en la expoliación de 1967, e infinidad de sucesos hasta la actualidad.
Alrededor de medio millón de refugiados palestinos todavía están inseguros y en precaria situación en el Líbano, con pocos derechos civiles y políticos. Unos 5,4 millones se encuentran dispersos por la región en distintos campos de refugiados, con una inquietante sensación de permanencia, sin olvidar las diarias vejaciones y abusos que ejerce el régimen sionista ocupante sobre los palestinos que aún viven bajo la ocupación en su tierra milenaria.
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